Planes sociales, piquetes y destrucción de empleos

 Planes sociales, piquetes y destrucción de empleos

Entre las reformas estructurales indispensables, se impone la gradual eliminación de programas que desalientan la cultura del trabajo

cada vez con más frecuencia, el centro de la ciudad de Buenos Aires se ve ocupado por grupos de manifestantes identificados como organizaciones sociales. Portan carteles y banderas que los identifican usualmente con la izquierda del espectro político. El rasgo común de esas manifestaciones es reclamar mejoras en los subsidios recibidos a través de programas sociales del Gobierno. Y han sido exitosas a juzgar por el crecimiento de los fondos públicos volcados a estos fines, que han crecido el 657% desde 2002 y ya rondan los 2 billones de pesos.

El semblante revolucionario de estos movimientos no se condice con las características de los manifestantes a la vista de cualquier observador. La mayor parte son personas de mediana edad de aspecto pacífico, con una presencia importante de madres empujando coches de bebés. Su presencia resulta útil, o tal vez necesaria, para evitar la represión policial cuando las marchas se convierten en piquetes o acampes, o cuando intrusan propiedades privadas. También es frecuente encontrar entre los manifestantes a jóvenes de aspecto intelectual mezclados con el resto. No son beneficiarios de planes sociales, sino exponentes del activismo universitario que de esa forma satisfacen sus ansias de ideologizada participación más allá de las aulas.

Los manifestantes llegan a los puntos de concentración en micros alquilados. Tienen instrucciones dictadas por una persona que canaliza los pagos y que da claramente a entender su capacidad de suspender los beneficios a aquellos que no concurran o que no cumplan las instrucciones. Por la asistencia, que se controla rigurosamente, reciben comida, dinero y el visto bueno para recibir el pago del mes. El rol de los coordinadores o “punteros” no es explícito. No deberían ser ellos quienes comprueben los cumplimientos de los deberes legalmente asociados y exigidos con cada plan social. Esa tarea debería estar informatizada y en manos del personal estatal, pero en gran medida ha sido “privatizada”. Seguramente en el trayecto quedan algunos pesos. También se entiende que los punteros aspiren a ocupar cargos cuando sus mandantes ganen las elecciones.

El fraude en el otorgamiento de subsidios se evidencia en los referidos a discapacidad. En la comprobación trabajan organismos provinciales de salud, y lo suelen hacer de manera generosa. El porcentaje de personas con discapacidad es en algunas provincias superior al que se observa en países que han atravesado guerras sangrientas.

En 2021 el gasto en planes sociales llegó al 4,9% del PBI. Si se suman los subsidios indirectos a través de las tarifas de gas y de electricidad, el monto se elevaría al 7% del PBI

Los planes sociales tuvieron un inicio significativo en 2002, cuando la crisis condujo a la pobreza a un 58% de la población. Entonces se puso en marcha para cerca de 2 millones de beneficiarios el Plan Jefas y Jefes de Hogar del Ministerio de Trabajo. A partir de entonces, luego de las elecciones de 2003, se despertó la vocación populista montada en las necesidades electorales. El sistema de planes sociales creció vertiginosamente. En 2015 se entregaron 10,9 millones de beneficios que abarcaban a alrededor de 9 millones de personas (hay personas que reciben más de un plan). Estas cifras no incluyen las asignaciones familiares ni las pensiones no contributivas, ya que de hacerlo el número de beneficios superaría los 15 millones. Tres órganos de gobierno distribuyen planes; los ministerios de Trabajo y de Desarrollo Social, y la Anses. También, varias provincias.

El monto asignado a planes sociales en 2015 había trepado a casi el 4% del PBI, distribuido principalmente en 19 tipos de beneficios. La gestión de Mauricio Macri no aumentó la cantidad de beneficios, aunque tampoco los redujo. A partir de diciembre de 2019, el otorgamiento de subsidios directos retomó su impulso. En dos años se agregaron casi 2 millones de beneficios. En 2021 el gasto en planes sociales llegó al 4,9% del PBI. Habría que considerar y sumar los subsidios indirectos a través de las tarifas de electricidad y gas. Si se lo hiciera, el monto se elevaría al 7% del PBI. Más recientemente, se incorporó el pago de un bono y no se observa ninguna propuesta de reducción del gasto.

Varios de estos programas contienen exigencias de contraprestación: algunas se refieren al cuidado sanitario familiar, otras a la educación de los hijos y otras a trabajos. No se asocia el control oficial del cumplimiento con la conservación del beneficio. El condicionamiento a la asistencia de concentraciones controlada por punteros oficiosos es una realidad indiscutible.

Resultan evidentes otras consecuencias de esta abundancia de planes sociales. Hay una degradación de la cultura del trabajo que se transmite de padres a hijos y que ya contabiliza a tres generaciones. En muchos lugares y actividades se dificulta conseguir trabajadores formales por su resistencia a perder el plan social. Estos subsidios implican un gasto público muy elevado en momentos en que está en juego el futuro económico y es imprescindible reducirlo. El desequilibrio fiscal ya no tiene cómo evitar la recurrencia a la emisión con su efecto inflacionario. Con ello se perjudica en mayor medida a los asalariados y particularmente a los más necesitados. Los subsidios a quienes no trabajan destruyen empleo. Deberán suprimirse gradualmente los planes sociales y subsidios con excepción de los que benefician a personas con discapacidad imposibilitadas de trabajar, mediando una verificación médica auditada. Esto será posible en el marco de un programa de reformas estructurales que produzca una contundente recuperación de la confianza que impulse la inversión privada y la creación de empleo genuino.

LA NACION

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