Evalúan subir impuesto para “salvar” la segunda ola
La acumulación de las malas noticias en la economía lleva a un único destino: la necesidad de buscar mayores recursos fiscales para financiar una mayor asistencia social. De esto se está discutiendo por estos días en la interna del Gobierno, y ya hay quienes están planteando ideas concretas, en el sentido de cobrarle más impuestos a los sectores de mayores ingresos o que se estén beneficiando de “rentas extraordinarias”.
Entre las propuestas que se debaten internamente figura una nueva suba a Bienes Personales -que ya en diciembre de 2019 había sido objeto de un incremento por dos años de duración para quienes tuvieran bienes fuera del país-. Por las dudas, ya hay aportantes que se ven venir la situación y están haciendo consultas al respecto.
También se analiza la forma de hacer tributar más a aquellos sectores que, como resultado de la pandemia, se hayan beneficiado por un incremento en su producto o servicio. Allí entran desde los productores agrícolas que están viviendo un boom de precios hasta los peso-pesados del delivery.
Todos tienen claro que existe el riesgo de judicialización ante un intento de incrementar la presión impositiva. Y, de hecho, el polémico aporte extraordinario de las Grandes Fortunas lleva apenas una recaudación de $30.000 millones, algo así como la décima parte de lo que se esperaba que pudiera ingresar en esta etapa del año.
El argumento de que ese tipo de imposición resulta confiscatoria y que se duplica con otros impuestos ha sido planteado por una larga lista de millonarios, que incluyen desde empresarios de la construcción hasta Carlitos Tevez.
Pero el sector más radicalizado del Gobierno, el que marca el programa económico de Cristina Fernández de Kirchner, siente que esta vez tiene un poderoso argumento para justificar su voracidad fiscal: el hecho de que en muchos países desarrollados se esté aplicando un impuesto extraordinario a los ricos y que, por si fuera poco, el propio Fondo Monetario Internacional lo ve con buenos ojos.
Son posturas que llegan incluso a chocar contra la disciplina fiscal que ha venido defendiendo el ministro Martín Guzmán. Por caso, hasta hace pocas semanas, cuando se conoció el dato que la recaudación impositiva había crecido por séptimo mes consecutivo por encima de la inflación, y que además el crecimiento del PBI llegaría como mínimo al 7%, comenzaron las insinuaciones en el sentido de que eso dejaría un “sobrante” en la caja de la AFIP, que debería ser canalizada directamente a la ayuda social.
La advertencia del sector ultra K era que no había que permitir que Guzmán cediera a la tentación de llevar el déficit fiscal de 4,5% del PBI a una cifra más baja para congraciarse con los técnicos del FMI, sino que había que sostener ese déficit y aprovechar la mayor recaudación para fomentar el consumo.
Luego, cuando la segunda ola del COVID, la aceleración inflacionaria y las complicaciones para tomar deuda en el mercado local se hicieron evidentes, la presión no sólo no disminuyó sino que se hizo más intensa.
La portavoz más elocuente de esa iniciativa es la diputada Fernanda Vallejos, una de las economistas cercanas a Cristina, que ya el año pasado había causado revuelo con su propuesta de que el Estado capitalizara las ayudas a las empresas que recibían el ATP y se transformara en accionista de esas firmas.
Ahora planteó la necesidad de “avanzar en una política redistributiva en materia tributaria”, con foco en el aporte de corporaciones y élites económicas.
“La manera de saldar la tensión entre la necesidad de un mayor gasto social por parte del Estado en esta emergencia sanitaria y las restricciones fiscales en las que ponen el acento quienes están cuidando las cuentas públicas, es avanzar en una política redistributiva drástica”, fue la definición de Vallejos.
Concretamente, apuntó a dos objetivos: primero, el impuesto a los Bienes Personales, donde ve margen como para profundizar la escala como también la estructura alicuotaria para que haya una mayor carga sobre los sectores más ricos, como ocurre en los países desarrollados”. Y, segundo, instó a “pensar en tributos que observen la situación de las ganancias extraordinarias que algunos sectores han tenido, y esto lo observamos mirando los balances de esas grandes empresas”.
Escenario
Ahora, el Gobierno tiene claras sus limitaciones fiscales, pero también es consciente de que un 42% de pobreza, en un contexto de nuevos cierres de actividad por la pandemia, requiere otras medidas excepcionales.
Una asistencia que no alcanza
A Guzmán se le complica su plan financiero. No solamente nadie cree en su meta inflacionaria del 29% sino que además se le complica su plan para financiarse con el mercado financiero y depender menos de la asistencia del Banco Central.
En la última licitación, buscaba renovar vencimientos por $70.000 millones y apenas logró tomar $37.000. Lo cual pone al Gobierno ante la disyuntiva de subir las tasas de interés -arriesgando un efecto de enfriamiento de la economía- o tener que volver a emitir dinero para tapar los agujeros fiscales, lo cual echa combustible a la inflación y puede desestabilizar al dólar.
Es por eso que cada vez gana más fuerza el reclamo de los que piden “una reforma impositiva con mayor progresividad”. Es una presión que aumenta a medida que queda en evidencia que los nuevos planes de asistencia social se quedan cortos para cubrir las situaciones de emergencia social en la segunda ola de la pandemia y vuelve la presión para que se reinstauren asistencias monetarias directas, al estilo del IFE.
La suba en la cobertura del REPRO no llega a compensar a las empresas que recibían el ATP y siguen con sus niveles de actividad restringidos. Pero, sobre todo, las nuevas ayudas, como el refuerzo en la AUH, no tienen punto de comparación con el IFE, que el año pasado asistió a 9 millones de personas. En comparación, los programas organizados desde el Ministerio de Desarrollo Social no llegan a cubrir a dos millones de personas.
Fuente: primeraedicion